Cocó. 21 por ahora. Sin gatos, la mayor de una colección de tres hermanas, adicta a las variaciones del té con canela, fumadora más que social, emotiva. De creatividad lluviosa y nublada, de risas despejadas y calurosas, desapegada y enraizada en cosas que no debería, pequeña de estatura, desenterrando a la otra que se revolcaba de risa y no tenía miedo a hacer el loco, pescadora de recuerdos, friolenta y feliz dentro de todo.

sábado, 1 de junio de 2013

1 de junio de amor.

Hasta hace tres años atrás, el primero de junio se festejaba con torta, velas, invitados, regalos, abrazos, sonrisas, música, chistes repetidos por milésima vez. Era una reunión familiar que se realizaba especialmente dedicada a Don Manuel.
Don Manuel era de aquellos hombres que en su vida de padres no necesariamente fueron los mejores, pero que en su rol de abuelo simplemente eran espectaculares.
Nadie nunca le llamó abuelo, para todos era "el tata".
El tata tenía un montón de nietos, la mayoría de lejos, pero tuvo una, luego dos, y más tarde tres nietas que regalonear a menos de 20 minutos de su casa. Les decía Juana a las tres, para no confundirse los nombres, pero siempre tuvo claro cual era cual.
Mi tata me daba monedas y billetes tan discretamente como si estuviera pasándome droga. Don Manuel será siempre mi abuelo paterno, el amor de mi vida, el dueño de mis mejores recuerdos. 
Siempre haciéndome sentir bella y especial, que hubo hasta un tiempo que me lo creí. Me sentía como Heidi, amando a mi abuelito, el que nunca se iría, después de todo... nunca se enfermó a lo largo de toda mi existencia. Siempre cuidándose para vivir más y no sufrir, y yo de pequeña soñando con que mi abuelo sostenga a mis hijos en brazos, que los regalonee, que se sienta orgulloso de lo que sea que fuera mi futuro. 
Nunca pensé que el apocalipsis comenzaría con él, su enfermedad a corto plazo y con despacho a domicilio en pijama de palo.
Siempre supe que algún día iba a llover, pero cuando comenzó la lluvia yo estaba vestida de verano y sin paraguas. Recuerdo ese día con culpa y con alegría. Yo recuerdo todas esas clases de ir o morir de la U. a las que falté por estar con él en el hospital, todas esas veces que mentí para que me dejaran pasar a verlo, todas esas vueltas que me dí por el enorme hospital para evitar todos los pasillos con guardias. Esa fue la primera vez que me daba cuenta de la inmensidad de aquel edificio, de sus tantos zócalos y escalinatas hacia el interior de la tierra, ese hospital tan roído por los años en algunas partes que ni las ratas se atrevían a pasar, justo por ahí yo pasé, no sin miedo, pero sí con decisión. 
Recuerdo escapar de los guardias corriendo en manada tras de mí. Entrar corriendo hasta la sala de mi abuelo y una vez metida en su cama ya nadie me pudo sacar, supongo que les dí lástima.
Recuerdo vivir su hospitalización como un dolor punzante y una aventura. Cada día era un camino diferente dependiendo de la hora. Mi abuelo era un gozador, hasta en los últimos momentos y se revolcaba de la risa de verme llegar sudando de tanto correr para que estemos juntos, era como un amor prohibido. Me daba pánico ver a mi tata reír con tantas ganas, porque si corazoncito saltaba tanto que llegaban las enfermeras corriendo a revisar la  máquina a la que estaba conectado. Mis tías, egoístas, me dejaban siempre los últimos 5 minutos de visita, ¡Y yo que llegaba primero que todos! encima me hacían pasar junto con mis hermanas y mis primos... yo quería mi ratito sola con él y tenía que ir a verlo clandestinamente. 
El día que se fue todos sabían que se iría, menos yo. Nadie quiso decirme y encima me convencieron de salir justo cuando pasó. Recuerdo que volví sólo a besarle y decirle en el oído: te amaré para siempre.  Esa culpa aparece todavía. 
No me separé de él hasta el día del funeral. Y recién cuando ya estaba todas esas flores y el cielo empezó a llorar a mi me cayeron un par de lágrimas. 
Hoy no hay ni velas, ni pastel, ni si quiera una tumba por lo lejos que estoy. Pero mi amor sigue intacto y el cumpleaños sigue siendo feliz. 

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