Cocó. 21 por ahora. Sin gatos, la mayor de una colección de tres hermanas, adicta a las variaciones del té con canela, fumadora más que social, emotiva. De creatividad lluviosa y nublada, de risas despejadas y calurosas, desapegada y enraizada en cosas que no debería, pequeña de estatura, desenterrando a la otra que se revolcaba de risa y no tenía miedo a hacer el loco, pescadora de recuerdos, friolenta y feliz dentro de todo.

sábado, 29 de noviembre de 2014

Ya no me acordaba como se sentía estar completa, sentirse completa. Tampoco me acordaba del vacío, porque al estar tan hundida en lo oscuro, mis ojos ya se habían acostumbrado y lograba ver. Es por eso que cualquier asomo de alegría me volvía ciega y torpe, me ilusionaba de mil maneras, y en secreto, temía dejar mi oscuridad atrás.

Ni si quiera distingo hoy la diferencia entre vivir con un propósito o sobrevivir al día a día. Debe ser porque ya no me acuerdo. Lleno las baterías humanas de propósitos humanos para vivir los días como un humano corriente. Miro desde el bondi al resto de humanidad que va quedando en cada caminante y sólo veo pasado, infestando miradas y cuerpos cansados. 

Conocí la duda junto con la oportunidad. Cada sábado se veía más lejos del siguiente. Los gemidos se agrupaban en las paredes como un panal de placer, un deleite tan temporal como el orgasmo. Mi propósito a veces fue ser feliz, otras alcanzar la cumbre de lo sexual, y otras sólo hacer eyacular a mi hombre. Mi propósito era cada vez más carnal, y por consiguiente, el vacío que generaba acrecentaba una sed de lo espiritual, eso que no no tenía, ni buscaba, ni tenía ganas de encontrar, pero que necesitaba.

El enjambre de pensamientos que atestaban mi mente la hacían cada vez menos acogedora, y el porcentaje de desmotivación y desvinculación de mi misma aumentaban.
El espejo se había vuelto en ese entonces mi mejor enemigo, al menos al que más seguido acudía para hacerme sentir peor de lo que estaba y relajarme pensando que antes había estado mejor.

La muerte invadía mi casa, mis pensamientos y los pensamientos de los míos. La muerte estaba tan presente que nadie hablaba sobre ella, pero con ella todos eran concientemente indiferentes. 

Me vi envuelta, -y a veces aún me veo- en un caos interminable. No lo entiendo, no me parece que sea sano, me parece común, pero no normal. Somos millones de personas alimentando un vacío interminable e incomprensible. ¿De donde nace? ¿Por qué tienen que condicionarnos nuestras vivencias? ¿Por qué cargamos el pasado que a veces ni si quiera recordamos? ¿Por qué esa tendencia a la muerte? ¿Por qué no encontramos más cosas buenas por qué vivir? ¿Por qué tenemos que sufrir cuando amamos? ¿Por qué tenemos que perdernos y tocar fondo para encontrarnos?

Siempre pensando en que eso que nos falta es la causa de nuestra infelicidad, y recién cuando lo conseguimos, nos damos cuenta de nuestro vacío, de ese vacío que tratamos de alimentar con una pobre y mediocre ilusión para no enfrentar aquello que no sabemos qué es pero que sabemos que está.

Me dan ganas de gritar y patear y golpear y matar y decir QUE VIDA DE MIERDA. Pero sé muy bien en el fondo, que cada uno es protagonista de su  propia vida y sí que hay cosas que escapan de nuestro control, pero somos incapaces de soltarlas. 

No hay comentarios:

Publicar un comentario